Esta ciudad imparable se fagocita, se arranca pedazos a mordiscos y los escupe. De cada herida nacen mil brazos que atraviesan las calles, mil piernas, mil ojos. Es un demiurgo imponente que se abre como un abanico hacia el oeste, con las venas expuestas, rojas e hinchadas.
Un laberinto de calles que continuamente cambian de lugar, se alzan hacia el cielo o se desploman sobre el suelo. No hay salidas, no hay entradas, no hay pasajes a recordar. Bastan dos pasos hacia cualquier punto y al girar la cabeza para mirar el camino recorrido, nada es igual, todo es distinto.
Un mapa que se dibuja a sí mismo a cada minuto. Va fijando con clavos gruesos las tablas bajo nuestros pies al mismo tiempo que las arranca de forma violenta con las manos desnudas. En un solo movimiento, hermoso y temible, destruye sin misericordia las imágenes que anhela la memoria.
Como a la mujer que nos lastima en la misma cama donde nos hace gozar, entrega todo y todo los destruye en el mismo momento que lo entrega. En sus falsos gestos de mujer insaciable, nos asquea y nos hace vibrar en éxtasis. Se la ama y se la odia, todo a la vez, porque no podría uno atravesarla de otra manera sin perder la poca cordura que lleva a cuestas.