Escribir

La brasa que mantiene vivo el día, que alimenta el apetito voraz del monarca de los cielos, comienza a agotarse. En fino tapiz, medio oscuro, medio cielo de nubes, se divisan ya los tonos naranjas del anochecer.

Llega entonces, como la muerte en los caminos a los viajantes sin suerte, el impulso insoportable de escribir. Así, de repente, irrumpe en el pecho ante la imagen agobiante del horizonte que se apaga. Todo nace así, río arriba por las venas, ancla en el corazón el sentimiento convirtiéndose en metáfora.

Hay razones, aquí o allá, pero nada es importante. Todo está ahí, en ese momento, donde escribir es un impulso tan viejo, tan instintivo como el terror incomprensible a la oscuridad absoluta.

Se apaga entonces el sol, y el silencio es susurro aterciopelado de la noche. Habla con voz seductora, convincente, de los secretos prohibidos y luego escapa hacia la impenetrable selva del olvido. Manto oscuro la cobija, cielo negro la proteje.

Tan hermosa, tan todo. Poco hay frente a ella, borra los restos de humanidad, frágil ante su presencia.

Se escribe, si se escribe, para existir frente a tanta belleza. Así de horrendos, de imperdonables, gritamos desesperados mientras señalamos lo maravilloso como si nos fuera cercano, como si haciendo tal cosa pudiéramos pertenecer a lo infinito.


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